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Los Sonetos de Fang Zhi y otros buenos libros orientales por Fermín Herrero en "La sombra del ciprés"

Varias personas pasean en</p><p> en Tokio. / KIMIMASA MAYAMA

Un ángulo me basta

Al amor de la lumbre: 'Herencias de invierno' y 'Memoria y haiku'

«Siguen abundando libros de provecho que a la vez nos emocionan, aunque por desgracia no tengan la visibilidad que se merecen»

Fermín Herrero
FERMÍN HERREROValladolid

El primer día del año, muy de mañana, como en aquel cuento de Aldecoa, acostumbro a regalarme, antes de un paseo vivificador por la sierra, un ratillo de lectura, invariablemente oriental, para empezar con buen y sereno pie la andadura anual. Tengo aquí desde hace tiempo, a mi vera, reservado y listo para el momento, 'Memoria y haiku' (Nórdica), libro más bien de regalo, con tapa dura e ilustraciones profusas de Pep Carrió, treinta y seis jaikus clásicos seleccionados por Eva Ariza y traducidos por Rumi Sato, de los haijines más granados: Matsuo Bashō (así traduce el celebérrimo del salto de la rana al estanque: «La vieja alberca:/salta una rana, ¡chop!,/se agita el agua»), Masaoka Shiki, Hōsai Ozaki o Santōka Taneda.

Entre los elegidos está también, naturalmente, el popular Kobayashi Issa, del que Hiperión ha publicado el pasado otoño '¡Cuánta hermosura!', un conjunto de jaikus recopilados por orden cronológico, uno por cada día del año, escogidos y traducidos al alimón, como en otras dichosas ocasiones, por Teresa Herrero y Jesús Munárriz, respetando, con alguna excepción, la medida canónica 5-7-5 de los tres versos de la estrofa (así de bien traducen mi favorito de este haijin, desde hace tiempo: «Es de rocío,/de rocío este mundo,/y sin embargo…»).

 

Como prefacio figura un esbozo de biografía de su 'vida difícil', y tanto, a tenor de los poemas que dedicó a las pulgas o los piojos, que debieron martirizarlo. De ambos libros de jaikus me iré leyendo unos pocos cada tarde, pero para empezar el año con aroma oriental, me he decidido por 'Sonetos' de Feng Zhi, en la misma editorial.

Desconocía por completo que la estrofa occidental por excelencia se introdujo y cultivó en China a principios del siglo pasado, sin llegar al furor, a la inversa, del jaiku en la actualidad en la lírica europea. Recuerdo ahora que el poeta Francisco Castaño define, con su gracia habitual, al jaiku como el soneto del vago.

Según el traductor Javier Martín Ríos, Feng Zhi es el mejor sonetista chino y escribió el libro que nos ocupa, la cima de su obra, bajo el influjo de los 'Sonetos a Orfeo' de Rilke. Zhi, reputado germanista (en Alemania fue alumno, entre otros, de Jaspers), pertenece a la escuela simbolista y modernista de las primeras décadas del siglo XX, caracterizada por la apertura a otras tradiciones y perspectivas, para así librar a la poesía china de la fosilización de las formas clásicas, que también, no obstante, asumieron.

Todo ello se muestra en los veintisiete sonetos rilkeanos del libro, que oscilan entre el existencialismo y lo metafísico, con el hombre desesperado, angustiado, sumido en un mundo caótico e indescifrable, «demasiado complicado», ya de chico llorando en medio de la campiña, «mirando al cielo claro y quieto», expuesto luego, en el camino, a los vientos, sobre todo otoñales («sentimos frío alrededor»), refugiado frente a la tormenta en una minúscula, frágil, cabaña.

Solo el «estar en la naturaleza», fundirse con ella, al modo entre budista y romántico, el retirarse «de este mundo silenciosamente», frente a la apariencia y el bullicio inanes, pueden salvar al poeta, receptor de «prodigios inesperados»: «Nos detenemos en la cima de la alta montaña/y nos convertimos en un paisaje lejano e infinito».

La aleación vanguardista de lo occidental con la tradición china siempre me ha atraído, como en el caso de los pensadores de la escuela de Kioto: Nishitani, Tanabe y Nishida especialmente, de quienes hemos hablado en esta sección, introductores en el Lejano Oriente de la filosofía germana. Zhi conjuga, en este sentido, la huella de Du Fu, uno de los grandes de la Dinastía Tang, a quien estudió e indagó en su biografía y presenta en la santidad de su pobreza, hambriento en una aldea perdida, con la de Goethe, de cuyo 'Werther' fue incondicional, desde su sentencia «muerte y transformación».

De ahí que homenajee, como paradigmas de la síntesis del pensamiento oriental y occidental, también a Lu Xun, tenido por el padre de la literatura moderna china, agradeciéndole los caminos que abrió, y a Can Yuanpei, pedagogo, partidario del anarquismo, y también esperantista (este soneto, por cierto, ya había aparecido en la antología de la poesía china de la primera mitad del siglo pasado, 'El cielo a mis pies', y es interesante cotejar ambas versiones, con poco en común). Pero por encima de todo, destaca la vocación universal del poeta, cifrada en Venecia, con «la gente apostada sobre los puentes».

También al calorcejo del fuego de la chimenea (despertándome, vívidos, recuerdos como el del belén de la escuela, junto a la calidez de la estufa de leña), extraviándome de cuando en cuando en sus llamas, he disfrutado por las tardes, desde la víspera de Nochebuena, con los diez cuentos navideños reunidos por Pablo Andrés Escapa en 'Herencias del invierno (Páginas de Espuma), una edición magnífica, cuidada en extremo, desde la portada hasta el colofón en forma caligramática de copa para brindar, con ilustraciones alegóricas de Lucie Duboeuf como complemento ideal para unos relatos que llaman de continuo a la imaginación desde un candor que figura ya de entrada en la dedicatoria del libro.

Escapa es digno heredero de la fecunda estirpe cuentística leonesa de los Pereira, Mateo Díez, Merino, Gavela…En estos tiempos de alarmante, por paupérrima, expresión, aun en autores jaleados por las ventas e incluso por la crítica, el lector agradece, se alegra sobremanera de la precisión léxica del autor, de su estilo airoso, tan aplomado como juguetón si la ocasión lo requiere, lo mismo que el hablar, más bien contar, de sus fascinantes personajes, de un discurrir, en suma, castellano, no con la sintaxis mostrenca, anémica, traída del inglés, tan común, por desgracia, en nuestros días.

Al parecer este fabulador de primera tiene la costumbre, desde finales del siglo pasado, de felicitar las pascuas a sus amigos con un cuento y el libro es el resultado de seleccionar una decena, a cual más entrañable, siempre desde el asombro y a modo de ensoñación, siempre hacia el misterio de la vida, «con todas sus alegrías y congojas», más de las primeras, abrumadoramente, como corresponde a la temática navideña. Y hacia el misterio de la bondad, tan extraña en este mundo encanallado, en un constante renacer de las ilusiones perdidas y de «la inocencia dormida sobre un suelo de pajas», pura como la nieve, siempre pura.

De ahí el papel estelar de los magos de Oriente y del establo de adobe en ruinas al que se dirigen, que le sirven para desencadenar una fiesta de la imaginación en alas del vuelo de la palabra, de su aventura (no en vano se alude a 'La Odisea'), sus aventuras, pequeños milagros (tal vez en su caso convendría llamarlos parábolas, o mejor, prodigios), encantamientos gozosos que, al cabo, lo son al tiempo de la escritura. Y qué decir de los fantasiosos figurantes, diestros narradores orales en general, motivo de redención piadosa: el marinero en tierra, ciego, preso de melancolías; el acordeonista callejero capaz de abrir la puerta, como otros, de lo maravilloso; unos ladrones de tres al cuarto; una pobre castañera; dos tías cacatúas aparentemente en la inopia; una sirena, en fin, risueña, acogedora, mimosa, gentil, hospitalaria, curiosona…

No he podido, en definitiva, terminar y empezar mejor mi nuevo año de lecturas, de la tradición cristiana a la del Lejano Oriente, de la prosa consistente al verso leve en ediciones bilingües compuestas con mucho esmero. Por suerte, siguen abundando libros de provecho que a la vez nos emocionan, aunque por desgracia no tengan la visibilidad y predicamento que se merecen.

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