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Palabra de árbol de Francisco Javier Irazoki por Asunción Escribano en "Poéticas"

 Poéticas, revista de estudios literarios

 año VII, n.16, 97-107, ISSN: 2445-4257 

/www.poeticas.org

Fecha de recepción: 15/01/2022  Fecha de aceptación: 02/01/2023

 

Asunción Escribano

Universidad Pontificia de Salamanca (Salamanca, España)

asuncionescribanohernandez64@gmail.com

 

Irazoki, Francisco Javier.

Palabra de árbol

(Antología poética, 1976-2020).

Hiperión, Madrid, 2021.

 

UNA MIRADA QUE CURA AL MUNDO

 

Palabra de árbol (antología poética, 1976-2020).reciente poemario publicado por el escritor, poeta y crítico Francisco Javier Irazoki en la editorial Hiperión, es una obra hermosa que dibuja, con un trazo profundamente original y personal, la necesaria relación entre la escritura, la solidaridad, el mundo y la belleza. Comienza la antología con una «Nota» en la que se expresa la asunción de todo lo que el poeta ha compuesto, de su verdad personal. «No escondo mis preferencias», señala Irazoki, apuntando a la esencia de una antología donde, etimológicamente, se escogen los mejores brotes para hacer una gavilla personal. 

Nueve libros la componen, publicados como se señala en el título, desde 1976 hasta 2020. El primero, Árgoma(1976-1980), escoge el árbol espinoso para hablar del dolor. No se acude al tópico tradicional de la rosa, ya muy desgastado por su uso lírico, sino que se va más allá, pues las lanzas verdes de este árbol llegan, como si fueran afiladas navajas, a tener hasta cuatro centímetros de longitud, quizá señalando también la profundidad posible de su daño. Así también se comportan estos versos. 

El lector que se asoma a estos primeros poemas se encuentra, en su inicio, con esa significativa «Habitación 306», texto escrito cuando el poeta tenía 22 años en el que este espacio, la habitación donde muere su hermana, se convierte en un refugio simbólico, a partir de entonces, contra el dolor de la pérdida de este ser querido, y también el inicio de una manera consciente de estar en el mundo. El poeta se dirige, en un primer momento, a una segunda persona, invocando su presencia: «Acércate» (...) dime que la muerte es muy débil,/ el amor permanece/ detrás del aullido de luz espolvoreado sobre los párpados». Todo en el poema adopta el gesto del dolor, y de aquí su lenguaje que se estira para poder nombrar el daño extremo. El segundo momento es la expresión del desconcierto: «estoy inmóvil,/ no entiendo cómo no han prohibido morir a los 25 años». Tras la invocación y la expresión doliente, la certeza de que ese viaje definitivo deja indiferente al mundo, concretado en una Pamplona que «bruscamente despierta en bocinazos de indiferencia». Es esta una emoción semejante a la que J. R. Jiménez expresó a través del canto de los pájaros, y Auden, en los lobos que seguían corriendo, despreocupados, por los bosques perennes mientras el amigo Yeats moría. 

En este primer libro de la antología toda la semántica de la respiración comunica esa asfixia emocional que impregna estos poemas y, por ello, las metáforas nos hacen sentir el ahogo del sujeto lírico, a través de calles que se estrechan en torno a la vida, y músicas que anulan la respiración de todo lo verde: «la calle aprieta la garganta», «remueve en los bronquios la gavilla de brasas apresadas», «la música enhebra la pálida respiración/ de los árboles».

El universo entero es tocado, así, por las impresiones de quien percibe sensible su existencia. La poesía de Irazoki emplea, entonces, los recursos expresivos que comunican esa identidad, esa solidaridad no sólo con lo vivo, sino con todo lo que le rodea, que acaba asumiendo su voz: «la ternura empolvada de los edificios que se tambalean». Es esta una manera preciosa de la enálage. 

La ternura de los edificios en realidad es una cualidad que corresponde a quien los contempla, un hombre que tiene las «alas descosidas» y que, a pesar de ello, vigila «los hombros de los alcohólicos/ para saber si el amor ha trepado por ellos».

El siguiente libro, Desiertos para Hades (1982-1988) está compuesto en esta antología por dos textos: «Arnobio» y «Juan de Yepes en el desierto de la Peñuela». En ambos poemas hay una mirada que comparte el autor con sus protagonistas. En el caso de Arnobio, esa espera que se vuelve lenta cuando, tras el golpe, se sabe la caída. En el caso de Juan de Yepes, se asume conjuntamente la búsqueda pequeña de la soledad. 

La miniatura infinita (1989-1990), por su parte, se mueve entre el destello de la brevedad de los dos primeros poemas y la rapidez que sugiere la abundancia de llamadas en el tercero. En el inicio se instala la aparente contradicción semántica, que sirve para dotar al texto de unidad conceptual. Como si todo en el mundo construyera su armonía consiguiéndola mediante la adición de contrarios: la belleza que contiene al dolor y lo necesita («Toda belleza/ acaso contiene/ un árbol caído»), nacimiento que suma, en su futuro florecimiento, a la muerte («Ya naciste/ con la semilla de la muerte,/ y floreces»). 

Como en toda sabiduría, la verdad más recóndita se construye en lauperación de los contrarios. El tercer poema de este libro («Itinerario») comunica su decir mediante el recurso de la acumulación (niños, viajeros, campesinos, tintoreros, nómadas, bebedores, enfermos, artesanos, almuédanos, mendigos, muchachas, hombres, patriarcas y vagabundos). Estructurado como una forma nominal de apelación, mediante la repetición de la estructura oracional con la invocación inicial cada dos versos, en él se hace sentir al lector que todos los pobladores del mundo están incluidos en el universo lírico del escritor. De este modo, se entrega un dibujo poético de la humanidad, esa a la que se perfila, desde el inicio del texto, mediante un lúcido nudo metafórico-metonímico, como una «hermosa lluvia de ojos». 

Siguiendo la cronología de su publicación, Retrato de un hilo (1991-1998) entrega a esta antología ocho de sus poemas. En ellos la vida adopta la manera «manriqueña» de un río, y de ahí la forma verbal del poema inicial, «Guía», en el que la perenne búsqueda humana «fluye» y, con ese movimiento, esa vita flumen da sentido a la existencia y también a su pausa final. Estos textos animan a vivir el instante en un carpe diem original en el que se empuja a disfrutar de todas las experiencias presentes, incluso aquellas que en el momento de experimentarlas producen tedio e indolencia, ya que «la vida/ erigirá con los años la añoranza/ de dicha que descuidaste/ o se posó delicada en tu desdén». En esta línea, «Retrato de un hilo», el poema que da título a este libro, permite asistir al lector al avanzar del agua del río Ganges, vuelto en símbolo del propio discurrir del tiempo humano. El texto está enmarcado entre el canto de dos pájaros: la zumaya como ave pasajera en el inicio, y el mirlo, de canto y costumbres nocturnas, con el que termina el poema, y que arrastra en su cantar a la luz que «se incrusta en sus propias pavesas». En el poema vemos cómo la muchedumbre que «avanza/ con la mirada fija en la cosecha del río» se vuelve individual a través de la llamada que de cada uno de ellos hace el sujeto lírico. De nuevo, es la invocación la que extrae a cada hombre de la masa y lo individualiza. Así se asiste al desfile particular de los hombres que contemplan el discurrir de la muerte sobre el río. Entre ellos se encuentran: «dos hombres sobre una bicicleta ruinosa», «el que habla entre bancales de almendros», también «el de la belleza quemada»... Y, así, uno a uno, van siendo invocados por la cualidad que hace de ellos seres únicos, seres que asisten a la muerte que pasa sobre el río que, a su vez, pasa delante de sus ojos, delante de su vida .

En los poemas de este libro el lector asiste a la conversión en belleza del dolor del mundo. Es esta una herida que unifica a víctimas y a verdugos, y que se expresa magníficamente irónica en el poema «Citas con el dictador», espacio lírico donde el enemigo y el protagonista lírico se igualan en su encuentro con el tiempo y su inevitable herida: «Aunque en lejanas geografías,/  hemos  envejecido  juntos». También la «Oración negra» se muestra profundamente solidaria en ese retrato del mendigo que «recoge en su voz/ las heridas de los hombres que pasan por su lado», ese hombre que, «cuando la tarde termina», «inicia la plegaria negra». Esta oración oscura, llena de blasfemias, que en su construcción hiperbólica («Llega a los edificios altos/ y se cuela por las últimas ventanas») nombra la miseria moral del mundo, no consigue ser lavada por la nieve. Esta última es un símbolo del perdón que, sin embargo, en la mañana suma su blancura a «su punzada». Este libro termina su participación en la antología con el poema «Miguel de Cervantes viaja a sus dos espejos», un texto que como escribió en su momento Túa Blesa, «resume la ambición de una poética que quiere ser lírica sin dejar de ser cívica».

Los hombres intermitentes (1999-2003), por su parte, supone ya una apuesta por la poesía en prosa, con la libertad expresiva y la superación de la barrera de géneros que ello conlleva, y que ha sido reivindicada por su autor en varias ocasiones. El libro, intensamente musical y preñado de lirismo, dibuja con un trazo expresivo emocional y límpido una biografía trazada por la memoria. De esta manera, es inaugurada esta obra por un metafórico «Autorretrato», en el que la lechuza, ave rapaz profundamente simbólica, asociada a la nocturnidad, a la sabiduría y a la intuición, representa el mejor rostro del poeta. Más adelante, en otros textos, continúa esta semblanza escrita a golpes de lucidez y de memoria. Así en el poema «Circuito» vemos como se afirma: «Soy el niño rodeado de niebla», un niño que se construye hombre a contraluz de un fondo de mujer, detrás de la que camina, y cuya desaparición hace fracturar la identidad para lanzarla hacia otra nueva. Igualmente, aquí se incluye el texto del que se extrae el título general de la obra, «Palabra de árbol», escrito poético en el que el relato de la muerte de su hermano cruza las palabras desde su inicio, mediante la elusión semántica: «No conocí al que murió en el vientre de mi madre». Después el texto avanza mediante la simbolización hiperbólica de la influencia de ese hermano enterrado bajo la higuera, árbol sagrado en numerosas tradiciones, cuya ausencia termina condicionando la vida. El libro añade otros textos hermosísimos, como la «Lección de pájaros», relato lírico de la infancia en la que la salvación de las aves heridas por el frío enseña al escritor cómo sombra y luz conviven en la vida: «Vi pronto la sombra, aunque blanca, y el vuelo frágil que quería esquivarla». Esa vivencia solidaria que cura las heridas propias, y también las ajenas, cruza toda esta obra, en la que hay cierta mirada de recuperación del paraíso perdido, de la infancia que se cauteriza en los dolores, y también en los posteriores aprendizajes incorporados al discurrir vital. Entre todas esas enseñanzas, una de las más perdurables, es la de la palabra. Retomando el poder que esta contiene para influir en la realidad, y que recogen todas las tradiciones, esta aparece, en ocasiones, como reductora: «unas palabras me han disminuido. Las escuché, aunque ahora no recuerde los sonidos ni sus significados, y todos los miembros de mi cuerpo decrecieron hasta que el conjunto tuvo el tamaño de la uña de un niño pequeño.» Pero también se incorpora al texto el testimonio del aprendizaje del silencio, sin el que la poesía no es posible: «Aprendí el lenguaje de los sordos gracias a unos hombres que huían de la pobreza». Es este un lenguaje asimilado a una gran lección, la de humildad, la del silencio, la de esas palabras escritas, conocidas personalmente años después, «que los visitantes no me dijeron», y que tienen mucho que ver con la experiencia de la poesía, con su sentido y con su misión de nombrar un mundo roto, y suturarlo mediante vocablos fulgurantes. Más adelante, en Orquesta de desaparecidos ese «Ladrón de palabras», como titula uno de sus poemas, anudará la escritura con la culpa y con el inconsciente como espoleador de la creatividad. A partir del robo de un diccionario, nunca devuelto, se va construyendo un tapiz de términos oscuros agregados a los malos sueños, como tundra, tapiz, alud o estepa. Se completa el texto afirmándose la suma de los extremos que implica esta vocación germinadora: «El diccionario envejeció conmigo. No devolví aquella llave de culpa y felicidad».

Orquesta de desaparecidos (2007-2014), el siguiente libro que constituye esta antología, e inicia con una toma de postura frente a la escritura, una poética breve pero contundente y adensada: «la poesía no es una delicadeza decorativa, sino una intensidad de la mirada que despierta la conciencia.» El poeta, antes que escritor es un «mirador», alguien que contempla aquellos que otros no saben ver porque tienen anestesiados los ojos. La poesía no es un ejercicio estético, no es la búsqueda de la belleza sin más, sino que tiene una proyección sobre la vida: el despertar de la conciencia. 

El libro expresa la apuesta por posturas artísticas valientes, como, por ejemplo, la crítica al tópico del malditismo como modo de construcción de la poesía de calidad. «He encontrado más profundidad en artistas que desde la lucidez resaltan la existencia», escribe Irazoki. Y, ejemplificando esta declaración, el poeta rescata miradas radiantes y certeras como la de Eloy Sánchez Rosillo, que «se sabe efímero y ensalza la vida en que se consume». Sin renunciar a esa forma escritural prodigiosa que siempre ha apostado por imágenes relampagueantes, con las que se abren surcos profundos para caminar de maneras nuevas sobre una realidad desgastada, en este libro hay una puerta que se abre a una poesía más límpida y transparente, una poesía que araña profundamente la vida del lector, y que comunica experiencias con las que es fácil identificarse. El libro también dibuja el retrato de una estirpe. En ella se sitúan, como un faro, los parientes más lejanos: «Todos mis familiares están doctores en nubes o esclavos del horizonte». Ellos fueron los que esbozaron una infancia en la que el escritor aprendió a descifrar las señales de la naturaleza, lo que lo transmutó en quiromántico de la vida y en incipiente poeta antes de serlo: «pasé la infancia descifrando el suelo celeste: hormigas, guijarros, hojarasca.» También las palabras dan cobijo al padre; «El equilibrio fue mi padre», escribe Irazoki al comienzo del poema «La entereza». Al patriarca lo nombran las mejores cualidades humanas, esas reservadas para los grandes y los sencillos. Para los hombres: serenidad, entereza, humor, rectitud, quietud, equilibrio, calma, escucha... El tiempo y la enfermedad menguaron su cuerpo, pero no su verdad, apunta el poeta. Es ese legado el que el escritor siente que ha de defender: «Defenderé la casa de mi padre contra la pureza y sus banderas ensangrentadas», escribe Irazoki en «La casa de mi padre». Es ese un legado de la memoria que no ha de ser enturbiado por «los extranjeros».También habita este núcleo de palabras-homenaje la hermana, joven según el tiempo de la tierra, que no lo era en el de la sabiduría: «mi hermana poseía intuiciones antiguas», escribe Irazoki en «Último verano». La lección aprendida ha condicionado toda la vida. Ha construido un refugio vital: «Cuando pienso en ella, palpo un obsequio: me acompañó para que yo supiera estar solo». De nuevo, esa aparente paradoja cimenta una verdad profunda, más allá de los planteamientos de la lógica, porque su autenticidad se realiza en espacios a los que no alcanza la razón, y a los que sólo se puede acceder desde el corazón. Esa hermana es el hilo de Ariadna intelectual que ha ido dejando señales para transitar el camino de un niño que comenzaba a ascender por su biografía iluminada: Joyce, Quevedo, Octavio Paz o Aleixandre se convierten, así, en guijarros para no perder el camino de vuelta a casa.

Ciento noventa espejos (2016) se plantea, desde su inicio, como un desafío rebelde, a la manera de Camus, del individuo frente a lo injusto: no hacer daño, no al insulto, no al rechazo de lo diferente, no resentimiento... Y se van acumulando negaciones que construyen a un hombre sabio y bueno, resistiéndose frente a un mundo que lanza sus gangrenados eslóganes como si fueran principios universales. Es este un libro en el que se perfila con palabras una manera de ser, la de un hombre maduro, la de un poeta profundo, que decide resistirse al comportamiento público desgastado. El aprendizaje se realiza en los lugares donde nadie mira, escribe el poeta: «He pasado muchas horas de aprendizaje en centros a los que nadie desea ir». También la muerte examinada con la serenidad que dan los años nombra al hombre con su gracia: «La gratitud es el tamiz que me separa de lo oscuro». Un laurel alzado que suministra a cada hombre su dosis necesaria de perdón, un hombre que se aleja de su tierra para poder seguir viviendo y que es tratado injustamente, la gratitud de la humildad familiar y la ausencia de odio son lecciones que se llevan a la espalda, como el morral de un proscrito que cobija dentro todo lo que queda de la vida. 

En la misma línea que este libro anterior, también en El contador de gotas (2016-2019) Irazoki da cobijo a los seres rotos del mundo en sus poemas. Entre ellos, su propia familia: «Nací en una familia de campesinos y pastores feos que enamoraron a mujeres de gran belleza», señala al inicio del poema «Humo paralelo». La fusión de los contrarios resulta en mansedumbre. También se dibujan en él los encuentros con seres frágiles y, por ello, también poderosos, que fueron tejiendo los hilos del tapiz de la infancia: el «ilusionista intruso», los jóvenes de Irún en cuya compañía «fuimos expresando unas derrotas prematuras», los maestros de la vida, una caída en un partido a los doce años que deja la espalda malherida, el hermano mayor del padre que funda los silencios... Y tantos otros que pueblan estas páginas de fantasmas de los que el protagonista, trasunto poético del autor, aprendió las grandes lecciones que permiten ascender: caminar la senda del silencio, la belleza de un país lejano, la sencillez como faro, los humildes y los pobres cual maestros, la herida como instrucción, los ojos habitando el arrabal, la gratitud, y el perdón más fuerte que la herida. Todos los habitantes de este libro, de todos los libros de Irazoki, presentan la herida abierta y supurante como expresión de su grandeza interior. El poeta los intercala en su camino, y les erige una estatua de palabras. 

Finalmente, el último apartado del libro corresponde a Música incinerada (2019-2021), obra de la que afirma Irazoki que está aún inacabada. En este libro, del que se incluyen en la antología cinco textos, se combina el formato tradicional del poema, con su estructura versificada, con el característicamente prosificado de las obras últimas de este escritor. La identificación de la «tiranía política» con «una escarcha inmóvil» descubre, en el primer texto, una de esas metáforas cognitivas universales, que en nuestra lengua hacen, muy expresivamente, que el frío físico se haga portavoz del desencanto emocional. Es este un desengaño que alcanza a la tiranía política, pero también a las preguntas ante los seres vulnerables, identificados en esta ocasión con los segadores a los que se libera «antes de dormir». Igualmente, el libro incluye la crítica a las variadas formas de la adicción que, entre otras, se asimilan, en el poema titulado precisamente «Las adicciones», a la concepción de patria. Esta noción encierra en su paradoja su propia limitación: «Más cerca, otros hombres que trabajan atados con los cordeles ilusorios de una tierra prometida». Pero, de nuevo, la salvación llega de la mano de la belleza, una belleza que asume su contradicción, y de la que escribe el poeta en el último texto de la antología: «Esta belleza ha sido construida/ con las treguas del dolor.» Una experiencia más íntima que estética que sirve de refugio al poeta, «sostenida con el palo y el susurro», y que es protegida «con los muros de mis ojos». 

En definitiva, Palabra de árbol es un libro lúcido, verdadero, humano e iluminador. El lector que se acerca a él siente que está rastreando las huellas de una poesía con mayúsculas. Aquella que habla de las cosas que importan. Y que lo hace con palabras hermosas, no porque se busque la belleza en ellas, sino porque, a pesar del dolor y de las heridas que lo han causado, el universo que se nombra guarda en su concha una perla de resplandor, a la que sólo se llega si la red para alcanzarla está hecha de su misma naturaleza. Por ello, el lenguaje estira su tacto para rozar el interior del mundo, la cara oculta de su luna, que sólo el poeta es capaz de entrever y dibujar. Irazoki en Palabra de árbol logra acariciarlo y consigue hacer sentir a su lector que forma parte de este universo hecho de palabras.





 

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