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SANDRO LUNA El monstruo de las galletas Hiperión, Madrid, 2020
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«Dirige mi deriva / el corazón de un niño.
// Me da la vida un monstruo».
Solemos otorgar poca importancia al orden de los
poemas de un libro y sin embargo a veces es crucial porque marca toda la
lectura. Como en
El monstruo de las galletas, de Sandro Luna
(L´Hospitalet de Llobregat, 1978). Las dos primeras piezas nos hablan de una
niña, su hija, con la que conversa, a la que describe («yo le digo a mi hija
que el aire no se coge / porque es ofrecimiento, / y que la luz se da y nos
recibe / en la misma medida / en la que nosotros damos lo que es nuestro»). A
partir de entonces seguimos leyendo en esa clave infantil: las apariencias, las
antítesis, las paradojas, tienen algo de juego, aunque nos estén hablando de lo
más dramático, del amor y la muerte, las dos caras de esta moneda que es la
vida: «Quien ha sabido amar tendrá su premio: / también vendrá la muerte a desnudarle».
El título mismo de
El monstruo de las galletas, parece remitirnos a la
broma de un programa para niños. Y sin embargo es este un libro doliente, donde
hay tristeza y muerte columpiándose sola, aunque sea una muerte un poco naïf,
de atrezo: «ya no se mueve nada, / ni el columpio del parque // Y sigo aquí de
pie, / junto a mi tumba». En otro momento, «cierro los ojos, / me afeita / la
mirada una lágrima». Y cuando no hay más remedio que personificar la muerte en
alguien concreto, mejor hacerlo con el perro Dylan, en «Ladridos en el laberinto»,
uno de los poemas destacados, que dice entre otras cosas: «en esa arena está lo
que más amo, / lo que me da más miedo, / ese sitio al que llegas sólo huyendo /
y al que sólo, al huir, puedes llegar». Otro de los poemas que destacaría es «Pellizco»,
que concentra en una cerilla «la magnitud del fuego» y sentencia que «ningún
sol es pequeño». Luna se asoma casi con lupa a mirar esa cerilla, los dibujos
infantiles, las manos, el niño durmiendo. Es el suyo un mundo de primerísimos planos,
de certezas en las que conviene concentrarse porque son lo que de verdad merece
la pena, lo que exorciza toda la tragedia de vivir: «es hermoso temblar / así
de cerca».
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