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"Los árboles que nos quedan" de Ramón Andrés por Jorge de Arco

La vieja danza del mundo

Sobre Los árboles que nos quedan, de Ramón Andrés

Jorge de Arco


Los árboles que nos quedan
Ramón Andrés
Hiperión. Madrid, 2020

 

Ramón Andrés (Pamplona, 1955) es un poeta sobresaliente. Doy fe con conocimiento de causa. Llevo siguiéndolo desde su entrega La línea de los ojos (1994). Estamos ante un  músico que demanda vida al tiempo y a las cosas sucedidos en su espacio íntimo. Es una cuestión de écfrasis: el tiempo y sus cosas evolucionan minuciosamente descritos por el hombre escogedor de  un espacio donde hacerse fuerte si es que la suerte lo acompaña. Acompañado de un particularísimo sonido medular de fondo, haciendo caso omiso de ruidos despistantes, de su escritura alcanzamos a deducir que Andrés se ha topado con la suerte moviéndose despacio y resarciéndose con admirable serenidad de los coletazos de agonía que el devenir depara.

Cualquier presente demanda al poeta pulsar el timbre lírico a partir de los preceptos  estables de las artes compartidas, esto es, le urge a hacer efectivo el indiscutible dogma de que una imagen por escrito se presenta mucho mejor entreverada con el son fluente. Lo que acaece fluye, el vocabulario de lo que se cuenta aparece tocado en Los árboles que nos quedan por una cadencia simple y dual, acentual y átona, inmediata y retardada, aspectos que reencuentran su contrapunto en lo grande que resultan todas las minucias necesarias que el juglar entona. De este modo habla quien ha aprendido de la tarea de los músicos: “lo que renace en cada concierto muere/ en ellos y vuelve a otra sala de la noche…/ ¿y sus estuches, los habéis oído?/ Huelen a la vieja danza del mundo.” Queda claro, los mejores versos  se coronan de una especie de residuo de sonido que permanece en el oído del oyente y actúa secretamente a la hora de facilitarle el entendimiento. Qué más pedir, cuando uno se pone en otras manos, sino la conjunción perfecta de emisor y receptor a la hora de escuchar la lengua y sus silencios.

E igualmente Ramón Andrés se crece en su perspectiva vital convencido de que la primera impresión de los sentidos conduce a la liberación de las emociones mediante la harmonía y la asunción de una conciencia insumisa. El poeta, el artista, asume esta aparente contradicción y encuentra su significado sumido en una especie de certeza única, y se decide a terminar su poemario remitiéndonos a “Los árboles finales” como ejemplo diáfano de sabiduría: “Escuchadlos en sus ramas; nos avisan, nos aconsejan./ Son las obras completas del reposo.”

otroLunes. Revista hispanoamericana de Cultura. febrero 2021

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