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José Luis García Martín lee las Páginas magistrales de Galdós

sábado, 12 de diciembre de 2020

Otro Galdós

  

Páginas magistrales
Benito Pérez Galdós
Selección de Jesús Munárriz
Hiperión. Madrid, 2020.

Nunca dejó de leerse a Galdós, nunca dejó de admirársele, aunque tras su muerte, en la época de la vanguardias y la orteguiana literatura deshumanizada, pasara por un periodo en que desdeñarle era estar a la moda.

            A finales de los cincuenta, con Galdós, novelista moderno, Ricardo Gullón rebatió uno de los tópicos que había desfigurado su figura, el de que era un novelista decimonónico, en el sentido más despectivo del término, ajeno por completo a las innovaciones que caracterizan a la modernidad. Galdós juega con la figura del narrador como cualquier experimentado novelista contemporáneo. Tuvo para ello al mejor de los maestros, Cervantes, al que homenajea de una u otra manera en casi todas sus ficciones. Por eso, una reciente invectiva de Mario Vargas Llosa, al socaire de un artículo de Javier Cercas que iba más contra Almudena Grandes que contra Galdós, resultaron tan desafortunadas. Poco o nada tenía el omnicomprensivo Galdós que aprender del impasible Flaubert; son solo dos maneras de novelar.

            Otro tópico que ha empañado la figura de Galdós desde que un despechado Valle-Inclán le hizo decir a uno de los personajes de Luces de bohemia aquello de “don Benito, el garbancero” es el de la descuidada prosa galdosiana, su escritura a la pata la llana, tan ajena a la “calidad de página” que buscaban los prosistas de los años veinte como al gran estilo, el extremo opuesto del “escribo como hablo” valdesiano, que propugnaba Juan Benet, el más vehemente de sus detractores.

            Jesús Munárriz, con Páginas magistrales, viene a echar por tierra este segundo y pertinaz tópico. Ha tenido la genial ocurrencia de rastrear en la novelas de Galdós pasajes que admiten una lectura independiente, al margen de los personajes y del argumento. El resultado es una obra novedosa y sorprendente incluso para los lectores habituales de Galdós. Con afán didáctico, ha clasificado los distintos fragmentos temáticamente, uno de ellos dedicado a Madrid, como no podía ser de otra manera, y los demás a los usos y costumbres de su tiempo, a los hombres y mujeres, a la política, a la literatura. Ninguno de estas páginas escogidas carece de interés, pero en Galdós había dos caras: la del periodista y reformador social y la del creador La primera ha envejecido bastante más que la segunda. Por eso, “Soñemos, alma, soñemos”, el famoso artículo regeneracionista que en 1903 puso al frente del primer número de la revista Alma española, no es lo más representativo del Galdós que hoy más nos interesa, aunque Munárriz lo coloque en lugar destacado como epílogo de la selección.

            El mejor Galdós es el de espléndidos poemas en prosa, que pocos esperarían en él, como “Noche serena” (los títulos son responsabilidad del recopilador), procedente de Torquemada en el purgatorio: “En la oscura frondosidad de la tierra, arboledas, prados, huertas y jardines, los grillos rasgaban el apacible silencio con el chirrido metálico de sus alas, y el sapo dejaba oír, con ritmo melancólico, el son aflautado que parece marcar la cadencia grave del péndulo de la eternidad”.

Magistrales son dos pasajes que ya José F. Montesinos subrayó en Lo prohibido, una de las novelas menos leídas de Galdós, el que habla de las plácidas mañanas dominicales en el Retiro y el que se refiere a la secreta armonía escondida en los ruidos de la calle. Comienza “Paseo de Recoletos” con el chirrido madrugador del tranvía y termina con los toques canónicos de las monjas y la perezosa y oscura voz de un pobre hombre que pregona café hasta muy tarde y le hace pensar “en la enormísima diversidad de los destinos humanos”.

            Hay también humor, un humor bienhumorado, por decirlo así, que rara vez condesciende con la despiadada caricatura. Al leer Fortunata y Jacinta, arrolladora novela-río, es posible que no reparemos en alguna de las prodigiosas miniaturas que incluye. Mi favorita es aquella en la que Fortunata cree escuchar al propio Dios, un Dios que habla como un castizo personaje madrileño, responder a sus oraciones. Pero no resulta menos admirable el fragmento que Jesús Munárriz ha titulado (con deliberado anacronismo) “Trávelin por la calle de Toledo”.

            Incluso ha encontrado el editor greguerías en la prosa de Galdós: “Las mandarinas son los niños de pecho de las naranjas”. Toda ella está llena de aciertos expresivos. La personificación es uno de sus recursos favoritos: “El tren partió de la estación machacando las placas giratorias, como si gustara de expresar con el ruido la alegría que le posee al verse libre. Echaba sin interrupción y a compás bocanadas de humo, como los chicos cuando fuman su primer cigarro, y al mismo tiempo repartía a uno y otro lado salivazos de vapor, asemejándose a un jactancioso perdonavidas o a demonio travieso”.

            En algún momento nos trae a la memoria a Antonio Machado, de tan galdosiano talante. “Tumulto de pequeños colegiales / que, al salir en desorden de la escuela / llenan el aire de la plaza en sombra / con la algazara de sus voces nuevas”, escribió el primero. “Ningún himno a la libertad, entre los muchos que se han compuesto en las diferentes naciones, es tan hermoso como el que entonan los oprimidos de la enseñanza elemental al soltar el grillete de la disciplina escolar y echarse a la calle piando y saltando”, Galdós en Miau.

            Este otro Galdós que nos descubre Jesús Munárriz contrapone al friso inolvidable y casi inabarcable de sus novelas una colección de miniaturas en las que, hasta ahora, pocos habían reparado. Todo un descubrimiento para este año del centenario.

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