Recordar la Grecia Clásica
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Jesús Cárdenas
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Hiperión. Precio: 10 €.
Al recordar el mundo clásico avistamos un futuro mejor.
Una de las maneras que existe para concienciarnos de lo que pasa hoy día es echar la vista atrás. Nuestro presente se explica de una (mala) lectura del pasado. En esa vuelta podremos reconocer la belleza de la Grecia clásica, sus aciertos y errores, con los que emocionarnos y poder obrar con mayor conciencia. Entre esos dos hitos temporales, el antiguo y el de ahora, se crea, indudablemente, una fricción.
La tensión entre el mundo antiguo y el nuestro es resuelto, de manera natural, por José Ángel García Caballero, en El jarrón roto, Premio «Valencia», Institució Alfons El Magnànim. En este libro de poemas ese pasaje temporal tiene un evidente componente crítico. A base de remover el pasado, hacemos memoria, con un escalpelo. El mundo está ahí afuera y nos enfrentamos con nuestro interior diariamente, lo que traspasa las coordenadas también espaciales, la ciudad y la casa, la poesía de la tradición y la propia poesía que leemos.
En ese ir y venir García Caballero observa y reflexiona sobre el tiempo, la identidad, la pérdida, la emigración, las ruinas y la historia del mundo occidental. El conjunto queda elegantemente armonizado en tres secciones que van complementadas por una cita.
La primera sección se inaugura con el poema «Piezas sueltas», que habla de cómo recomponernos: «Los dedos infantiles de la historia / engarzan mis fragmentos. Serán vasija vieja / o búcaro de aliento, el cuarto de reposo / de su eco quebradizo». Tan necesario para existir es celebrar nuestra memoria, como podemos leer en «Aniversario»: «Recuerdo bien las fechas, / soy capaz de crear calendarios de instantes / llamativos: pequeños y grandes sobresaltos / de mi relación íntima con el mundo y sus calles». Dos versos se quedan anclados en el pasado avistando el futuro, cierre perfecto en «La pasión de la lluvia»: «Sigue el folclore antiguo / mirándonos adentro».
En varios poemas de esta parte se produce una tensión, propia de la posmodernidad, en el hecho de viajar: entre volver al pueblo de nacimiento o visitar otro lugar. Como si el sujeto estuviese escindido entre salir afuera o revisitarnos, conocernos más por dentro. De ello dan muestras «Playa de Collioure, 2014» o «Pueblo de la infancia», entre otros.
La médula es la segunda sección, tal y como se titula el libro, por lo que entendemos que, también, el autor había planificado esta estructura concediendo gran importancia a este bloque, colocando poemas inspirados en la antigua Grecia, y, en consecuencia, sirven de perenne recuerdo a su visita al país Mediterráneo. Dos enormes poemas abren y cierran este apartado: «El silencio de los dioses» y «Europa», respectivamente. En el primero el tono melancólico se pregunta por los dioses, en homenaje a Hesíodo, ellos se hicieron pedazos y tratamos de recomponerlos: «su forma restaurada sólo duele / porque su voz es grito». El tono reflexivo, incluso crítico, aumenta en el segundo, dedicado a la poeta granadina Trinidad Gan. La vieja civilización necesita ser revisada, para ello debemos ir en busca de la historia, así nos conoceremos, es decir, un viaje de fuera hacia dentro, Alfa y Omega: «He leído tu historia, / por eso reconozco tu rostro en el vagón, / pero no sé tu nombre».
La vuelta de la Grecia visitada da paso a las raíces en la última sección del libro: de una parte, la paternidad; de otra, un soberbio homenaje a la tradición literaria, como ya vemos desde su propio título, «Algunas hojas verdes», sintagma perteneciente al verso machadiano del célebre «A un olmo seco». El homenaje a escritores fallecidos, «Pacheco, Gelman, Grande», ya aparece inmerso en el título del poema «Enero de 2014». La tradición se encuentra enhebrada a la ampliación de la familia, el nacimiento de un ser lo envuelve todo, pero ello no impide las referencias explícitas e implícitas de Lorca, Vallejo, Cervantes, entre otros; sin embargo no resulta una exhibición cultista sino un alarde de encuentro entre lo anécdótico y posmoderno con lo trascendental y antiguo.
Resalta por su gran intensidad emocional la extensa composición «Ocho poemas para Melina». Un diálogo reflexivo de padre a hija (que aún está en el vientre de la madre) donde la conmoción se verá aumentada cuando ponga sus pies afuera, especialmente terrible, al recordar a los inmigrantes, esos otros héroes anónimos. En la composición tercera leemos: «Esta semana Grecia vuelve a llorar, Melina». Y al inicio de la séptima: «Las semanas, Melina, pasan como banderas / de países heridos. Octubre rapta a Europa».
En síntesis, en El jardín roto esa mirada del yo a los otros, del exterior al interior, está contenida en un canto con numerosos alejandrinos que García Caballero ajusta espléndidamente sin estridencias ni cultismos innecesarios. El tono va desde la nostalgia, pasando por la crítica, hasta la esperanza. Al recordar el mundo clásico avistamos un futuro mejor.
EUROPA
Me he pasado la vida oyendo nombres desconocidos
YORGOS SEFERIS
He leído tu historia,
por eso reconozco tu rostro en el vagón,
pero no sé tu nombre.
Epíteto del tacto, eres labio hacia el cielo,
susurro por debajo de las invocaciones.
Te veo entre las sílabas
que acercan cada paso
a lugares distintos. Espacio entre las redes,
sé de ti lo que cuentan los antiguos,
que es agua y meandro,
o estos raíles con destino
a la sal de las pausas cotidianas.
Tú tampoco entendiste jamás aquella guerra.
Y ahora me contemplas de nuevo en el asedio
a siglos de palabras, las gestas que repiten
ese espacio de vida conjurado a los vientos,
tantos dioses pequeños añorando crepúsculos.
Llegas a tu parada como quien pisa octubre,
cautiva de las manos de la historia,
sus naves repetidas, e insistes en el círculo
de súplicas y barro, celadora de noches
al sur de las preguntas – la escalera te muestra
esa luna ateniense esculpida en el aire –.
Y persigo esa imagen, resuena muy distante
ahora entre las calles, como el miedo del héroe
a una muerte sin gloria.
Las puertas automáticas reiteran la cadencia
de la tinta latiendo tras los rostros descritos,
transpira así la urgencia hojeada del tráfico
hasta tu casa, aquella sombra que, con sorpresa,
se cierne sobre el polvo. También esta vez vuelves
la vista y acaricias dos mundos engarzados
por el vértigo, lloras bajo el agua del lago.
Rara esta piel de abrigo, suave mientras me aleja
de tus huellas y estira de mi piel acelerando.
De repente, eres piedra que navega en las plazas,
succionas la intemperie
y me ahogo despacio, poco a poco invisible
tras el lazo con que atas mis muñecas.
Reconozco ahora esos nombres, tras ellos puedo
llamarte, perfilar la ruina que contiene
tu grito persistiendo.
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