
Renacimiento. Precio: 15,11 €.
Como decía Hölderlin, “sólo la poesía puede vencer a la muerte”. La que perdura.
A estas alturas, una veintena larga de libros lo contemplan, es difícil que la poesía de dicción serena, reposada, con un punto brechtiano a favor de los versos de circunstancias, en el buen sentido del término, de Jesús Munárriz sorprenda o decepcione a sus lectores devotos. Y no lo hacen en absoluto estos nuevos sesenta y seis poemas que ha agrupado bajo el título de uno de ellos, Y de pronto Rimbaud, precisamente circunstancial, sobre una colegiala clavada al precoz maldito de Charleville entrevista, da la impresión que acompañado del poeta vasco Francisco Javier Irazoki, en la Isla de San Luis junto al Sena. Siempre esperamos, y así sucede en este libro, aperturas temáticas insospechadas, porque siempre ha mantenido una actitud de asombro ─«Instantáneas», titula un poema sobre imágenes llamativas que no fotografió pero archivó en su memoria─, que le honra, ante las constancias y novedades del mundo, así como hacia sus pejigueras fijas y renovadas. De hecho, en las dos partes centrales del volumen, «Crisis y redes» y «Sería bueno», con su habitual ironía, leve, nunca hiriente, le cisca poéticamente al sistema en el que «estamos todos atrapados», la selva del ultracapitalismo, en la que la mayoría intentamos esquivar como buena o malamente podemos las botas de los espabilados de turno, tan respetables por fuera, tan canallas por dentro.
Esa fidelidad a la palabra clara, de genuina raigambre machadiana, por la parte de don Antonio, no implica que nos encontremos ante alguien doctrinario o intransigente, bastaría en este sentido repasar su trayectoria como editor, oficio que subyace en el origen de los dos poemas iniciales del libro, el primero en el que celebra la aparición de una poeta original, la alienta y le desea lo mejor, y el segundo, un poco menos gozoso, sobre el fallo de uno de tantos premios en los que ejerce de jurado. Antes bien, se ha mostrado abierto a todas las tendencias líricas de nuestra poesía contemporánea y aun universal. Y lo mismo podría recordarse de su amplio recorrido como traductor, de poetas de toda condición estilística, algunos bastante herméticos como Helder o Bonnefoy. Por eso no extraña que dedique en la sección «Examen de ingenios» un agradecido poema al desmedido José de Espronceda, que celebre en otro el arte verbal de Don Ramón María del Valle Inclán o la figura del suicida Paul Celan, al que ha vertido al español con sumo acierto.
De la diversidad de tradiciones que confluyen en su poética dan buena cuenta también los poemas con que homenajea a Andrés Fernández de Andrada desde su singular epístola estoico horaciana, mezclándola con sus vicisitudes personales y las del destinatario, a Miguel Hernández recreando los felices días jienenses con su mujer, en la retaguardia, durante la guerra, al inclasificable dramaturgo, ensayista y poeta mexicano Alejandro Aura o al hermoso diálogo poético entre la joven monja Teishin y su maestro budista Ryookan, tan delicado como su título, El rocío del loto, que él mismo ha cotraducido y publicado en Hiperión.
Bien se puede calificar a Munárriz como poeta realista, eso sí, con muchos matices. Ante la realidad, cabe en sus poemas una mirada didáctica, con un punto de ternura, como en el mentado sobre una poeta en ciernes, en la defensa de la aurea mediocritas o en los llamamientos a la juventud a ver si puede arreglar el desaguisado; o un sesgo cívico, el rastro de lo que pasa en la calle, e incluso de denuncia de las imposiciones del poder vengan de donde vengan. Otra temática recurrente en su quehacer es la que atañe a la propia poesía y a su ejercicio, que se compendia en la aparente paradoja con la que remata la celebración del verso subversivo de Juan Gelman: «Nadie, nadie tan vivo / como un poeta, un buen / poeta muerto». Así, se constata la alergia de los poetas a la constricción de las corbatas o se recoge la apreciación de Luis Cernuda, fuente más que autorizada al respecto, de que Manuel Altolaguirre carecía de «destreza externa social».
Su estilo, apoyado en cuanto a ritmo en la andadura clásica de metro impar, con preferencia por la silva blanca, en contadas ocasiones percutido por rimas leves, de asonancia romanceada, se adecua a las ventajas que el propio Munárriz encuentra en las fotos en blanco y negro frente a las de color, y que sintetiza de este modo: «Prescindir, enriquece; concretar, agudiza». Con un tono coloquial que conserva ese sabor auténtico de las expresiones y frases hechas donde está la esencia del castellano, la poesía de la gente del común, no ha renunciado, como prescribe la modernidad, a la emoción, de suyo, contenida cuando es más honda e irradia desde las cosas pequeñas o desatendidas. Tampoco a la compasión ante los seres desvalidos en este tiempo de abusones y usureros, ni a la receta clásica del carpe diem como única solución, si provisional, contra la tiranía del tiempo y su reducción de la existencia a vanidad de vanidades y sólo vanidad. Los consejos que ofrece a la joven poeta puede decirse sin temor a equivocarse que se los ha aplicado a sí mismo a lo largo de su extensa trayectoria de entrega a la poesía, con la seguridad añadida, como concluye en este poema de obertura del libro, de que sólo ella, lo que perdura, en expresión de su venerado Hölderlin que viene ya de aquel “durat opus vatum” de Ovidio, puede vencer a la muerte.
TROTABA
Yo tuve un dos caballos azul-gris
y llegaba con él
hasta París,
hasta la libertad en aquel tiempo,
vista desde aquí abajo.
Coche de lata y trapo,
de posguerra, económico,
austero, suficiente para jóvenes.
Visto desde hoy, parece prehistórico
aunque sólo ha pasado
medio siglo.
Citröen dos caballos,
un coche que aún trotaba
y casi relinchaba,
como su nombre indica.
ASÍ FUNCIONA
Se nombra patriota al asesino,
prócer al proceloso,
al ventajista noble,
ilustre al inclusero
cuando la causa triunfa.
Partera de la historia, la violencia,
si logra la victoria,
borra el crimen.
Así funciona el mundo.
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