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Poeta de los necesitados
- Fermín Herrero
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Irazoki manifiesta en su poesía toda la poesía del mundo, con
piedad hacia las criaturas que lo habitan, especialmente hacia los
apartados.
Se trata de un poeta artesanal que vive en París, abjura de las banderas, denuncia la violencia y porta barba de gurú.
Desde hace muchos años, sabemos que hay un hombre en París, descreído de banderas e himnos, en guardia permanente, que escribe desde la conciencia, desde su conciencia, que es la de todos y al tiempo sólo la suya, en hermosos y ajustados poemas en prosa, toda la poesía del mundo, con piedad hacia las criaturas que lo habitan, especialmente hacia los apartados: unos músicos callejeros, los ancianos aparcados en esos purgatorios llamados residencias, los amenazados por la violencia ambiental, soterrada, que puede derivar en terrorista… Sabemos que dispone a tal efecto de un reservorio de versos y de música para los necesitados, alimento y agua para los hambrientos y sedientos, que lo hace para nosotros, desde que, como su admirada Emily Dickinson, eligiera darse a la poesía para «tamizar su angustia» y de paso consolarnos a los demás a su abrigo, siempre desde la gratitud, como se encarga de remarcar como invocación y enseñanza final en su última entrega, al igual que las anteriores publicada por Hiperión, El contador de gotas, que hace la quinta, tras Los hombres intermitentes, La nota rota, Orquesta de desaparecidos y Ciento noventa espejos.
De siempre, ya eran escalofriantes al respecto algunos poemas de Los hombres intermitentes, Francisco Javier Irazoki ha mostrado sin tapujos el racismo sordo, la desafección en su tierra vasca, es navarro de Lesaka, contra los inmigrantes del interior, los forasteros, cifrada en este nuevo libro de poemas en un barrio donde se hacinaban o en el hijo de un guardia civil («varias veces lo vi solo, pensativo en un calvero del bosque»), futbolista incomprendido, por exceso de finura balompédica, en su misma soledad heredada, la de los excluidos de la tribu, pese a haber llegado a jugar en Primera División con el Osasuna.
Junto a evocaciones, más bien recordatorios muy sentidos, como las que dedica al inclasificable Julio Ramón Ribeyro, a Lautréamont desde sus seis cantos, a Blas de Otero, al que arrima, aparte de a Nazim Hitmet, a César Vallejo, o a Verlaine, que vivió en París a cincuenta metros de su piso, abundan las remembranzas de su niñez de pundonor y temeridad, tras una lesión, futbolísticos y unida a la naturaleza con sus moradores; de su adolescencia irundarra con el despertar del cuerpo, a ritmo de Jimi Hendrix y los Pink Floyd; y de su familia, a la que agrupa bajo una especie de mantra genealógico: «Nací en una familia de campesinos y pastores feos que enamoraron a mujeres de gran belleza», entre otros a un tío que se suicidó en Nebraska o a su bondadoso padrino, también emigrante del pastoreo, que trajo plantas de tabaco a su abuelo que, a su vez, con un par, las cultivó en Lesaka y se las fumó.
Irazoki dota de siempre a cuanto y cuantos rememora de una carga metafórica decisiva para su elevación lírica. Ya en el poema inicial, las pobres letras del abecedario, de suyo, expectantes ante la palabra, se comparan mediante dos símiles con los «músicos silenciosos» y los «jóvenes despectivos», antes de caer en la página en blanco, identificada con «un desierto helado». Pero este fértil derroche de imágenes sirve para el resto del libro, así sea la melancolía roja de la otoñada o las figuras de algunos justos que salvan el mundo: los barrenderos parisinos, un cartero, un repartidor de periódicos y peluquero, Maite Pagazaurtundúa, ejemplo máximo de coraje y entereza frente a la «crueldad de los clérigos armados de ETA», o un maestro casi olvidado de la escritura, Jorge G. Aranguren, «vigía de palabras». Tal vez en esta ocasión, respecto a los libros previos de la misma estirpe, la carga simbólica sea mayor, a tal punto que algunos poemas son prácticamente alegorías. Las alegorías con las que aprendemos del mundo gracias a un poeta artesanal que vive en París y del que hace un tiempo dije que sale en las solapas de los libros con barba de gurú y mirada hundida y cándida, aunque con un punto de pillín en el brillo de sus pupilas, de cuando era niño y triscaba por los prados.
FÁBRICA DE DESIERTOS
LAS LETRAS DE LA PRIMERA LÍNEA trazan una fisura en el suelo.
El médico continúa hablando y las siguientes palabras de su diagnóstico son un surcador que abre los adoquines.
Las zanjadoras de dos verbos cortan una tierra húmeda.
La rueda dentada de una conjunción rompe limo, rocas subterráneas, raíces.
Los filos de adverbios y preposiciones avanzan y ahondan en el terreno.
La madurez, la juventud y la infancia del paciente caen al lugar excavado por unos sustantivos.
También los viajes, las músicas, los libros y las pasiones descienden al vacío.
El hueco que han creado las frases del diagnóstico tiene las dimensiones de una ausencia humana.
Francisco Javier Irazoki
Se trata de un poeta artesanal que vive en París, abjura de las banderas, denuncia la violencia y porta barba de gurú.
Desde hace muchos años, sabemos que hay un hombre en París, descreído de banderas e himnos, en guardia permanente, que escribe desde la conciencia, desde su conciencia, que es la de todos y al tiempo sólo la suya, en hermosos y ajustados poemas en prosa, toda la poesía del mundo, con piedad hacia las criaturas que lo habitan, especialmente hacia los apartados: unos músicos callejeros, los ancianos aparcados en esos purgatorios llamados residencias, los amenazados por la violencia ambiental, soterrada, que puede derivar en terrorista… Sabemos que dispone a tal efecto de un reservorio de versos y de música para los necesitados, alimento y agua para los hambrientos y sedientos, que lo hace para nosotros, desde que, como su admirada Emily Dickinson, eligiera darse a la poesía para «tamizar su angustia» y de paso consolarnos a los demás a su abrigo, siempre desde la gratitud, como se encarga de remarcar como invocación y enseñanza final en su última entrega, al igual que las anteriores publicada por Hiperión, El contador de gotas, que hace la quinta, tras Los hombres intermitentes, La nota rota, Orquesta de desaparecidos y Ciento noventa espejos.
De siempre, ya eran escalofriantes al respecto algunos poemas de Los hombres intermitentes, Francisco Javier Irazoki ha mostrado sin tapujos el racismo sordo, la desafección en su tierra vasca, es navarro de Lesaka, contra los inmigrantes del interior, los forasteros, cifrada en este nuevo libro de poemas en un barrio donde se hacinaban o en el hijo de un guardia civil («varias veces lo vi solo, pensativo en un calvero del bosque»), futbolista incomprendido, por exceso de finura balompédica, en su misma soledad heredada, la de los excluidos de la tribu, pese a haber llegado a jugar en Primera División con el Osasuna.
Junto a evocaciones, más bien recordatorios muy sentidos, como las que dedica al inclasificable Julio Ramón Ribeyro, a Lautréamont desde sus seis cantos, a Blas de Otero, al que arrima, aparte de a Nazim Hitmet, a César Vallejo, o a Verlaine, que vivió en París a cincuenta metros de su piso, abundan las remembranzas de su niñez de pundonor y temeridad, tras una lesión, futbolísticos y unida a la naturaleza con sus moradores; de su adolescencia irundarra con el despertar del cuerpo, a ritmo de Jimi Hendrix y los Pink Floyd; y de su familia, a la que agrupa bajo una especie de mantra genealógico: «Nací en una familia de campesinos y pastores feos que enamoraron a mujeres de gran belleza», entre otros a un tío que se suicidó en Nebraska o a su bondadoso padrino, también emigrante del pastoreo, que trajo plantas de tabaco a su abuelo que, a su vez, con un par, las cultivó en Lesaka y se las fumó.
Irazoki dota de siempre a cuanto y cuantos rememora de una carga metafórica decisiva para su elevación lírica. Ya en el poema inicial, las pobres letras del abecedario, de suyo, expectantes ante la palabra, se comparan mediante dos símiles con los «músicos silenciosos» y los «jóvenes despectivos», antes de caer en la página en blanco, identificada con «un desierto helado». Pero este fértil derroche de imágenes sirve para el resto del libro, así sea la melancolía roja de la otoñada o las figuras de algunos justos que salvan el mundo: los barrenderos parisinos, un cartero, un repartidor de periódicos y peluquero, Maite Pagazaurtundúa, ejemplo máximo de coraje y entereza frente a la «crueldad de los clérigos armados de ETA», o un maestro casi olvidado de la escritura, Jorge G. Aranguren, «vigía de palabras». Tal vez en esta ocasión, respecto a los libros previos de la misma estirpe, la carga simbólica sea mayor, a tal punto que algunos poemas son prácticamente alegorías. Las alegorías con las que aprendemos del mundo gracias a un poeta artesanal que vive en París y del que hace un tiempo dije que sale en las solapas de los libros con barba de gurú y mirada hundida y cándida, aunque con un punto de pillín en el brillo de sus pupilas, de cuando era niño y triscaba por los prados.
FÁBRICA DE DESIERTOS
LAS LETRAS DE LA PRIMERA LÍNEA trazan una fisura en el suelo.
El médico continúa hablando y las siguientes palabras de su diagnóstico son un surcador que abre los adoquines.
Las zanjadoras de dos verbos cortan una tierra húmeda.
La rueda dentada de una conjunción rompe limo, rocas subterráneas, raíces.
Los filos de adverbios y preposiciones avanzan y ahondan en el terreno.
La madurez, la juventud y la infancia del paciente caen al lugar excavado por unos sustantivos.
También los viajes, las músicas, los libros y las pasiones descienden al vacío.
El hueco que han creado las frases del diagnóstico tiene las dimensiones de una ausencia humana.
Francisco Javier Irazoki
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