CIUDAD SUMERGIDA
12/20/2019
ARIADNA G. GARCÍA. CIUDAD SUMERGIDA
(Hiperión, Madrid, 2018)
por PEDRO GARCÍA CUETO
La ya prestigiosa Ariadna G. García nos deslumbra con una poesía serena y hermosa donde conviven paisajes, miradas, afectos y nostalgias.
El libro está dedicado a sus hijos, pero también hay un claro homenaje a sus abuelos, a quienes dedica ‘Devenir’: «Para protegernos de las ausencias / encendemos un fuego en medio de la nieve. / La familia es resguardo, / memoria compartida, / temblor que en el silencio abre ventanas». Ese fuego es el poso que alumbra esta mirada, la de la herencia. Si está en medio de la nieve aún significa más, es lumbre y llama en medio de una blancura fría, es calor en medio del tiempo yerto. Que la familia sea memoria compartida es cierto, porque es en ese espacio donde nombramos a los que hemos querido.
Cuando acaba el poema dedicado a su abuela Concha, ya sabemos que los hilos del corazón resisten a las embestidas del tiempo: «Las ráfagas de nieve dan brochazos / feroces. / Aúlla el viento. / Pero el fuego / resiste». Para Ariadna ese fuego poderoso del amor se convierte en incendio que vuelve ante la oquedad de la vida, ante la frialdad de las cosas, ante ese dolor que arrasa todo a su paso.
En “Memoria” vuelve esa herencia, cuando le dice a su abuelo Jesús que todo es legado, somos eslabones que permanecen: «Voy siguiendo tus pasos / por el bosque nevado, / hundo mis botas / dentro de mis huellas. Miro hacia atrás: / No hay nadie. / Pero sé que algún día / otras piernas menudas, / sin esfuerzo, / me seguirán el paso».
El tiempo que no muere, que nos pertenece, ese con el que convivimos, ese pasado que se hace presente cuando lo evocamos y ese futuro que se intuye y que unirá a los que ya no están con aquellos que nos seguirán. Hay en los poemas de Ariadna una serenidad, una calma, una búsqueda de ese eslabón que nos une en la cadena del tiempo. La nieve, de nuevo, clara metáfora de esa vida que es como una página en blanco que debemos de llenar, como nos recordaba Jaime Siles en Pasos en la nieve.
En “Origen” hay una invocación, cuando dice a sus seres queridos: «Sé que os hablo y me oís. Necesito creerlo / En este abismo helado que nos acecha, insomne. / No lo puedo evitar. Late en mí la certeza / de que ya estáis viajando al ser que seréis». Esa transformación de lo que ya no es cuerpo en materia, esa forma de invocar a los seres idos, envueltos ya en un paisaje nuevo, lejos ya del «abismo helado que nos acecha», ese tiempo que nos anula, el sinsentido de una vida que conduce al morir.
Y en el apartado “Tierra” me conmueve el poema número VI, cuando la poeta sabe que somos, existimos, dejamos una estela en el firmamento, una huella en la playa, un destello en las sombras que nos persiguen: «encarnamos un ser. / Existimos / Y nuestro amor es posible / pese a las sotanas que enlodan el suelo, / pese a la publicidad que solo arroja luz / hacia un calvero del bosque, / pese al gusano de la intransigencia, / y al malecón del odio».
Todo es adversidad, enemigos latentes que nos persiguen, pero poderosos, como una llama, alumbramos con nuestra fe en el hecho de estar en el mundo. Hay tantos que censuran, que niegan, que odian y envenenan todo que la existencia puede ser un calvario, aunque resistimos, como dice Ariadna, el envite de la maldad.
Un día no estaremos, pero habrá algo que queda, nuestros hijos; estos serán un espejo nuestro: «Este cielo de luz suave / nos conoce / y cuando ya no estemos / distinguirá en la tierra a nuestros hijos. / Somos parte de ellos, y al revés».
Vivimos en una ciudad sumergida, donde veremos a los seres que hemos amado, siendo ya ellos y nosotros todo un ser para la eternidad.
LA BIBLIOTE
CA DE ALONSO QUIJANO
El Coloquio de los Perros.
Revista de Literatura.
ISSN 1578-0856
12/20/2019
ARIADNA G. GARCÍA. CIUDAD SUMERGIDA
(Hiperión, Madrid, 2018)
por PEDRO GARCÍA CUETO
La ya prestigiosa Ariadna G. García nos deslumbra con una poesía serena y hermosa donde conviven paisajes, miradas, afectos y nostalgias.
El libro está dedicado a sus hijos, pero también hay un claro homenaje a sus abuelos, a quienes dedica ‘Devenir’: «Para protegernos de las ausencias / encendemos un fuego en medio de la nieve. / La familia es resguardo, / memoria compartida, / temblor que en el silencio abre ventanas». Ese fuego es el poso que alumbra esta mirada, la de la herencia. Si está en medio de la nieve aún significa más, es lumbre y llama en medio de una blancura fría, es calor en medio del tiempo yerto. Que la familia sea memoria compartida es cierto, porque es en ese espacio donde nombramos a los que hemos querido.
Cuando acaba el poema dedicado a su abuela Concha, ya sabemos que los hilos del corazón resisten a las embestidas del tiempo: «Las ráfagas de nieve dan brochazos / feroces. / Aúlla el viento. / Pero el fuego / resiste». Para Ariadna ese fuego poderoso del amor se convierte en incendio que vuelve ante la oquedad de la vida, ante la frialdad de las cosas, ante ese dolor que arrasa todo a su paso.
En “Memoria” vuelve esa herencia, cuando le dice a su abuelo Jesús que todo es legado, somos eslabones que permanecen: «Voy siguiendo tus pasos / por el bosque nevado, / hundo mis botas / dentro de mis huellas. Miro hacia atrás: / No hay nadie. / Pero sé que algún día / otras piernas menudas, / sin esfuerzo, / me seguirán el paso».
El tiempo que no muere, que nos pertenece, ese con el que convivimos, ese pasado que se hace presente cuando lo evocamos y ese futuro que se intuye y que unirá a los que ya no están con aquellos que nos seguirán. Hay en los poemas de Ariadna una serenidad, una calma, una búsqueda de ese eslabón que nos une en la cadena del tiempo. La nieve, de nuevo, clara metáfora de esa vida que es como una página en blanco que debemos de llenar, como nos recordaba Jaime Siles en Pasos en la nieve.
En “Origen” hay una invocación, cuando dice a sus seres queridos: «Sé que os hablo y me oís. Necesito creerlo / En este abismo helado que nos acecha, insomne. / No lo puedo evitar. Late en mí la certeza / de que ya estáis viajando al ser que seréis». Esa transformación de lo que ya no es cuerpo en materia, esa forma de invocar a los seres idos, envueltos ya en un paisaje nuevo, lejos ya del «abismo helado que nos acecha», ese tiempo que nos anula, el sinsentido de una vida que conduce al morir.
Y en el apartado “Tierra” me conmueve el poema número VI, cuando la poeta sabe que somos, existimos, dejamos una estela en el firmamento, una huella en la playa, un destello en las sombras que nos persiguen: «encarnamos un ser. / Existimos / Y nuestro amor es posible / pese a las sotanas que enlodan el suelo, / pese a la publicidad que solo arroja luz / hacia un calvero del bosque, / pese al gusano de la intransigencia, / y al malecón del odio».
Todo es adversidad, enemigos latentes que nos persiguen, pero poderosos, como una llama, alumbramos con nuestra fe en el hecho de estar en el mundo. Hay tantos que censuran, que niegan, que odian y envenenan todo que la existencia puede ser un calvario, aunque resistimos, como dice Ariadna, el envite de la maldad.
Un día no estaremos, pero habrá algo que queda, nuestros hijos; estos serán un espejo nuestro: «Este cielo de luz suave / nos conoce / y cuando ya no estemos / distinguirá en la tierra a nuestros hijos. / Somos parte de ellos, y al revés».
Vivimos en una ciudad sumergida, donde veremos a los seres que hemos amado, siendo ya ellos y nosotros todo un ser para la eternidad.
LA BIBLIOTE
CA DE ALONSO QUIJANO
El Coloquio de los Perros.
Revista de Literatura.
ISSN 1578-0856
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