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Rosa Berbel en La Esfera de Papel. Mitomanías. El Mundo

La Esfera de Papel - Mitomanías

Veneraciones discretas y recelosas de Rosa Berbel

La escritora (Pizarnik) en la casa de sus padres en Buenos Aires en 1965.
Lo que más me interesa de los mitos es la forma en que llegamos a ellos. Casi siempre dependen de esa ternura ajena que nos convierte en parte del entusiasmo de otros. Incluso los descubrimientos, que tomamos por íntimos y azarosos, se integran en una superficie más amplia de lugares pasados por alto, de recomendaciones no atendidas y de lecturas paralelas. Entre lo que escogemos como referente y lo que, en algún momento, desdeñamos, hay toda una intrahistoria de generosidades asimétricas. En cualquier caso, sea por acción o por omisión, los mitos crean redes de afectos, y ocultan (o conservan) la arqueología de algo que existió en otro tiempo y ya no existe.
Desde mi adolescencia, buena parte de mis vínculos forma parte de internet. No es algo que me inquiete, porque la vida virtual es la vida real y este hecho es tan natural para mí como otros tantos. Mis amistades están en expansión permanente, extendiéndose por todas las plataformas, igual que nuestros mitos. A veces el mito se vincula al medio: nuestros referentes en instagram suelen ser muy distintos de los de twitter, por ejemplo, porque responden a tradiciones distintas.
En internet descubrí pronto a Sylvia Plath o Anne Sexton, al tiempo que a otras jóvenes de mi generación también interesadas en esa tarea hostil e inabarcable que es tratar de escribir y de leer arañando el canon o, al menos, bordeándolo. Es difícil vivir haciendo círculos y trazando perímetros, pero era preferible a tener que habitar el centro de las cosas ya dadas. Queríamos una habitación propia y aún no la tenemos, o la tenemos de alquiler, es decir, entre comillas. Pero nuestra afinidad era militante: leer era un leer juntas, entablar un diálogo, construir una intimidad dentro de los libros y también en sus márgenes. Y para eso recurríamos a nuestros mitos. Durante años he usado una taza con la cara de Plath que me regaló mi mejor amiga: bebía, literalmente, de mis modelos, una imagen algo ñoña pero que me gusta para hablar de todo esto. Con 15 años leía a Emily Dickinson o Alejandra Pizarnik, y sus lecturas eran una forma de comunicarnos todas en el mismo idioma, aun conscientes de que este no era -ni habría querido ser- una lengua franca.
Un día, un profesor me dijo que esperaba que mi vida pudiera acabar mejor que la de mis mitos. Acabar como Plath o como Sexton, es decir acabar siendo una de las mejores poetas de su siglo, es sin duda ambicioso, pero a ello me habría abandonado con profunda retranca masculina. A algunos hombres siempre les enfada que las mujeres tengamos referentes diversos más allá de los suyos, porque me temo que los mitos -o su utilización arrojadiza- implican también cierta perversidad; las idealizaciones son complacientes y conservadoras, rara vez constructivas. En ocasiones, los mitos nos hacen más pobres, nos ponen rígidos o nos dejan aislados o a la intemperie de lo que ocurre fuera de su campo. Si los mitos no son provisionales, no sirven; al contrario, reprimen y molestan. Escribir, entiendo, implica establecer una distancia salvadora, o al menos situarse en constante sospecha de los mitos, que son entes volátiles y peregrinos y torpes.
Del mismo modo que uno nunca es exactamente viejo mientras no pierde su habilidad para hablar con los jóvenes, uno sigue siendo adolescente mientras conserva su habilidad para conversar con sus mitos. Yo la perdí pronto, o quise perderla pronto, y entré también pronto no en la adultez, sino en este tiempo-limbo de sospecha. Mis mitos eran desechados o sustituidos con rapidez o, en el mejor de los casos, quedaban en hibernación durante meses. Así leí y me obsesioné, y después archivé a Kristof, a Némirovsky o Lessing, con escasa sensibilidad por mi parte, con un afecto esquivo -al modelo y a su interlocutor-. Ocurría también con las películas, con las canciones, con las series y, en general, con todos mis lugares de referencia. Entiendo que este gesto involucraba un cierto escozor identitario: no queríamos, y hablo en plural de modestia, solidificarnos.
Pero más allá de la ingenuidad adolescente y de cierta necesidad de sospecha, hay algo en esa forma de relacionarse con el mito, en esa devoción primitiva y colectiva de los 15 años, que sigo defendiendo y me sigue emocionando: leer era algo parecido a situarse en un mapa. Nuestros mitos eran marcas que trazábamos a lápiz para no perdernos, o para que las vinieran detrás no se perdieran, pero en definitiva, servían para volver a casa a salvo. Ahora ya no me interpela la grandilocuencia de ciertos referentes, ni todos los cuerpos puestos en su órbita, sino que me conformo con los mitos que crean espacios íntimos de comprensión del otro. La admiración, pienso, no es un ejercicio vertical, aunque para mí Plath o Sexton o Pizarnik fueran una especie de divinidad pagana que todavía sigo respetando. Mis mitos actuales (y pienso ahora en Annie Ernaux o en Sharon Olds o en Vivian Gornick o incluso en Sally Rooney) son para mí humanas, y este reconocimiento convierte su lectura en un momento luminoso. Una veneración que es discreta y recelosa y a ratos consciente, felizmente consciente, de su relatividad, pero que ahora comparto a manos llenas.
 

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