¿Acaso hay otra posibilidad? A menos que la alfabetización acontezca en la edad adulta, uno ingresa por fuerza en la literatura con ayuda de los libros escritos por quienes lo precedieron en su paso por la existencia. Sería raro leer a los catorce o a los quince años novelas, autobiografías, poemas, tratados históricos o filosóficos escritos por autores que acaban de apearse de la cuna o se preparan para la primera comunión. No me consta que tal cosa haya sucedido jamás.
Con el tiempo, lo que en principio no era más que una ley de vida se va transformando para algunos escritores, ¿para muchos?, en un hábito. Uno se acostumbra a buscar alicientes para el aprendizaje, el deleite o el debate en las obras de sus mayores, sin otra salvedad que los libros debidos a los compañeros de generación. Pero los años no se detienen, uno acumula edad y llega un momento en que empiezan a sonar a sus espaldas los nombres de autores más jóvenes. Los cuales, como se suele decir, vienen pisando fuerte; reclaman espacio público, un sitio propio en el pedestal, y llegan, como no puede ser de otro modo, provistos de nuevos gustos, nuevas ideas, nuevas inquietudes.
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