Un poema de 1982, publicado en Vereda del gamo (Hiperión). Me emociona ahora de tal modo que no puedo terminar de leerlo. Nada de lo que menciono existe ya, porque el jardín ha cambiado totalmente. Y mi hijo de tres años tiene ahora 38.
Sigue ahí, sin embargo, fuerte y crecido, el mismo amor que sin decirse crea los versos.
TOCAR
Las retamas estallan con la fija delicia de un siglo japonés;
pero más amarillos son los pasos de duende
que marcan por la hierba las bravas margaritas.
Ha enloquecido el sauce joven.
Las mariposas me rizan el aire de niñas olvidadas.
Los perros se alivian del pelo,
las urracas se acercan
a punto de pasarse a las palomas.
Aviva los geranios el vuelo colibrí de la esfinge plumosa.
Los albaricoqueros se aprietan en el fruto,
en las brevas la higuera; los guisantes de olor
—rojos, blancos, azules, malva —
se tupen en el muro; sus zarcillos
se han asido a los dardos que olvidé en la diana.
El lagarto se ocupa
de frenarle los ritmos a la sombra.
Mi hijo de tres años se ríe de rojo al ver
las estentóreas amapolas.
No es la dicha: es la vida
para mirada por el hombre;
es el gusto del ciclo,
el placer de encajar.
Crecer acompañado.
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