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PRADO NEGRO de Manuel García en El Diario Montañés por Carlos Alcorta

 

MANUEL GARCÍA. PRADO NEGRO. POESÍA HIPERIÓN

MANUEL GARCÍA. PRADO NEGRO. POESÍA HIPERIÓN.

El polifacético Manuel García (Huéscar, Granada, 1966) —es escritor, poeta, crítico, editor y profesor de secundaria, entre otras cosas—ofrece en “Prado Negro” su última entrega poética, un libro complejo por la variedad formal que presenta y ambicioso por los cambios de punto de vista y el alcance de sus reflexiones tanto mundanas como estéticas. Desde el poema inicial, «Retorno a la muchacha», queda clara su postura ante la realidad, una postura que tiene que ver con la renuncia y el distanciamiento. Ambas actitudes llevan aparejada la soledad, pero el poeta es consciente de que «El secreto de su libertad está en ese olvido dichoso de los otros», lo que le permite gastar «su tiempo sólo en las cosas importantes: en mirar el brillo de la luz en las plumas de un pájaro, en tocar los pétalos carnosos de un jazmín, en escuchar los acordes sinceros de su viola, en saborear el tiempo en el fondo de su vaso diario de aguardiente». Mucho nos recuerdan estas intenciones, realizando una trasposición temporal, a las expuestas por fray Luis de León en su «Oda a la vida retirada».

      “Prado negro” no pretense ser un libro homogéneo. Dividido en cinco secciones —si incluimos el poema prólogo—, cada una de ellas posee su propia autonomía, hasta el punto de que también en su seno la uniformidad escasea. Los poemas de «De geografía literaria (Once paisajes extremos)» hacen alusión a lugares que han dejado huella en la biografía del autor, paisajes claramente distintos unidos por una vinculación sentimental de carácter privado e indiscernible para el lector como Bucarest, Álora, Fuerteventura o El Piornal en los que se combina lo puramente descriptivo («La lava, cuando nace, sueña un río / que todo lo hace lumbre, que devasta / cuanto toca. Y entonces queda un suelo / que es campo del desierto y de la nada. / Puede el hombre vivir, pero no encuentra / en esa tierra nada») con la reflexión existencial («No te entristezcas si la edad acecha / con su diente los pliegues de tu cuerpo. / Y piensa que las yemas más sabrosas, / que serán flor y fruto para el gozo / de los otros, son yemas del invierno»). Formalmente, predominan las estrofas de herencia clásica, sin excluir licencias como el poema el prosa.

     «Perros de compañía. (Varias disertaciones sobre la carne de perro)» se titula la segunda sección, la cual mantiene una estructura formal análoga a la primera. Manuel García demuestra su virtuosismo en la enorme variedad estrófica y rítmica que maneja. Igual soltura consigue en el poema en prosa. Ambos matices puestos aquí en juego sirviendo al objetivo de glorificar lo natural («Bebe el jugo que nace de tu paz interior / y que nadie te turbe y que nadie te hiera. // Pero nunca renuncies al beso de la gracia / ni a la lluvia sin nombre ni al agua que te anega»), de elevar los objetos comunes a la categoría de símbolos (el aguardiente, un sombrero, una cucharilla de café, por ejemplo) o de encomiar el amor a las mascotas (hablando de su gata muerta, escribe: «Porque mirar sus ojos, hundirse en el pozo de luz de una mirada, sería como perder sin remedio una parte de mí mismo, la parte de mirada y de vida que ya no volveré a vivir ni a ver jamás». No faltan, además, poemas de sustancia más íntima y desencantada como «Elogio del olvido» (con algunos ecos del borgeano «Elogio de una sombra»): «Es hermoso el olvido […] que nos haga sentirnos libres de cualquier sombra, limpios con el amigo. Es hermoso olvidar ojos, contornos, libros, certezas tristes, dignidad devastada, vegas, parques, caminos») o «Elogio de la nada», un explícito homenaje a Manuel Machado: «No creer en nada […] No creer en la belleza que nos venden. Ni en la que se compra. No creer en los suplementos literarios ni en los libros que lee todo el mundo, pero creer un poco en la poesía […] Hacer las cosas como un autómata, independientemente del daño o el beneficio, carecer de remordimientos y de alma y de conciencia. No creer en la vida y temer a la muerte. De cuando en cuando un cuerpo y un beso de mujer. ¡Y viva el aguardiente!»).

     Unas versiones en octavas reales de «El combate de Tancredo y Clorinda», uno de los veinte cantos que formaron el poema épico de Torcuato Tasso “La Jerusalén liberada”, integran la sección «(Per)versión)». Como otros muchos poemas —Robert Lowell o Seamus Heaney, por ejemplo—, Manuel García incorpora estas versiones a su propio corpus poético, tal es la identificación del traductor con la obra barroca.

     El libro finaliza con «Cuaderno de otoño (Diario sentimental de mis primeros años)», una suerte de fragmentos memoralísticos escritos, en su mayoría, en prosa que recorren distintas sensaciones experimentadas en aquellos años. La nostalgia por la pureza con la que se observaba el mundo, pero, también, la pronta conciencia de que el dolor formaba parte de él, recorren estos poemas que finalizan con una interesante reflexión sobre la función de la poesía: «A veces escribir es un acto de barbarie y el escritor asesina lo que verdaderamente ama. Y escribir un verso es como firmar una sentencia de muerte o decir adiós para siempre a alguien. En realidad uno escribe para sí mismo».

Reseña publicada en El Diario Montañés, 23/04/2021

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