Los invito en esta ocasión a la lectura de Prado negro, de Manuel García. Tras la publicación de su último poemario, Mejor la destrucción (Renacimiento, 2018) y de la novela Mañana, cuando yo muera (Algaida, 2019), la editorial Hiperión suma este nuevo título a otras entregas anteriores –De bares y de tumbas (2011), La sexta cuerda (2014) y Es conveniente pasear al perro–, ampliando una ya dilatada trayectoria de escritor. Prado negro
nos permite transitar por los caminos singulares ya conocidos de la
obra de Manuel García, pero a la vez abrirnos una nueva perspectiva. Lo
percibimos desde las primeras palabras del texto –“Retorno a la
muchacha”– que “a manera de prólogo” abre el libro, en el cual “el poeta
mira el atardecer en una playa desierta” y encuentra una botella con un
mensaje dentro que decide no rescatar; porque “el secreto de su
libertad está en ese olvido dichoso de los otros”, en el liberarse de
todos esos aditamentos que solemos considerar primordiales pero que no
lo son, en reconocer y quedarse solo con lo verdaderamente esencial: “el
brillo de la luz en las plumas de un pájaro”, el tacto de “los pétalos
carnosos del jazmín”, o ese lento “saborear el tiempo en el fondo de su
vaso diario de aguardiente”.
El conjunto se estructura en cuatro capítulos y se conforma con una
gran diversidad de temas y estilos, pero manteniendo, por encima de
ellos, una vocación unitaria. La variedad formal que ya le conocíamos se
da cita en estas páginas, conviviendo de manera fluida y sin chirridos
el verso mayor y menor, la rima consonante, asonante y el verso libre,
el poema estrófico de diversa índole, el romance, el soneto, junto a la
prosa poética, el poema versado pero con hechura de prosa y hasta el
relato lírico. Encontramos además juegos que nos sorprenden, dando
frescura a la métrica (dejo como pista la página 40 para que el lector
descubra uno de ellos). Podríamos conjeturar que, al igual que sobre el
campo la naturaleza explaya su promiscuidad, de la misma forma lo hace
su pulsión poética.
Los “Once paisajes extremos” de la “Geografía literaria” del primer
capítulo confluyen –de manera heterogénea y en conjunto– en una imagen:
la de la nieve, que a la vez que es “mortaja” también “hace soñar con el
arroyo, que levanta raíces / y que canta”. De esta forma, toda la
negrura de la poética de Manuel García es como la del humus que, al
contacto con el barro, los vientos, el granizo, y la herida que con la
reja los humanos inferimos a la tierra, nutre los campos. El mal, el
dolor y hasta el amor oscurecen el frescor de brotes tiernos del prado;
el olivo “se levanta con desgarro / de grieta y flor de polvo y luz de
espina”, y la granada, ya en noviembre, pende del árbol como un
ahorcado. El poeta reconoce la necesidad de seguir muriendo, pero lo
hace sabiendo “mirar la primavera / que habrás de ser debajo de tu
traje”; y recriminándonos: “No seas malpaís, sino la tierra / que revienta de amor cuando la labran”.
El segundo se titula “Perros de compañía (varias disertaciones sobre
la carne de perro)”. El perro es una figura y metáfora muy querida por
el poeta, que recoge, por un lado, a ese animal sumiso al amo que, quizá
por ello, ha sido el más apaleado y maltratado por el hombre: “al
tremendo dolor de ser más libre / es preferible ser carne de perro”; y
si lo eres, es necesario adiestrarse en “perro que sepa ser / carne de
perro”. Pero, por otro, es también la mordida, el bocado fatal, el daño
que infringimos a los demás y que “ya nunca tendrá esperanza”, “el
naufragio que corre por nuestras venas”.
Bajo el juego de palabras “(Per)versión”, del tercer capítulo, se reproduce El combate de Tancredo y Clorinda, versión en castellano de uno de los veinte cantos de La Jerusalén liberada (1579) de Torcuato Tasso, a los que puso música Claudio Monteverdi (1567-1643). Dicha versión puede escucharse en el disco Amori di marte (Accademia del piacere, 2011), pero ha querido darle aquí entidad de poema independiente.
Por último, en “Cuaderno de Otoño” ofrece –en imagen paradójica– el
“Diario sentimental de mis primeros años”, que se concretan en torno a
la infancia de un niño de pueblo, una infancia asombrada, rica y libre,
mucho más que la que se permite hoy en nuestras ciudades y pueblos
urbanizados. Sus vivencias y recuerdos se concentran principalmente en
torno a la naturaleza en su variedad, al fuego de la chimenea, la
primera escritura, la bodega El Pili…, las manos de su madre; para
terminar con una “huida” que conecta con el tono general del libro,
reiterando lo que en varios otros momentos había confesado: “Aún no sé
desde dónde seguiré escribiendo”, y completando el círculo de la
afirmación rotunda con que había cerrado su texto inicial: “El poeta
respira sin prisa y sin prisa escribe sus versos. Parece que está en paz
pero realmente él sabe que hace ya tiempo que está muerto”. Un
desaliento vital que derrama en borrones de tinta oscura sobre el
presente, el pasado y el futuro, como si de un aguafuerte malogrado se
tratara; y que lo ofusca y desconcierta, como a un escorpión en medio de
un círculo de fuego: “Y no sé quién soy: / si el aguijón, si el hombre,
/ si el veneno o el fuego”.
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