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Irazoki en el Diario Hoy de Extremadura

  • Rango del artículo 
  • 13 jun. 2020
  • Hoy
  • ENRIQUE GARCÍA FUENTES

Lecciones de vida

El contador de gotas’ atesora en sus delicados poemas en prosa ese habitual manojo de vivencias íntimas, y perfectamente exportables, de su autor

Todavía tengo por dilucidar(me) las razones por las que esta última entrega del entrañable Zoki tardó más en proporcionarme la tan inefable como habitual carga balsámica que todos sus escritos atesoran y habitualmente me regalan. Ya se verá. Ahora me interesa mucho más hacerles copartícipes (siquiera a destiempo) de la llegada de un libro –como siempre los suyos– necesario; mucho más en estos tristes tiempos que nos ha tocado vivir, porque ‘El contador de gotas’, como cualquiera de sus publicaciones, atesora en sus delicados poemas en prosa ese habitual manojo de vivencias íntimas, y perfectamente exportables, de su autor, que tanto bien pueden hacernos si sabemos aplicar los insobornables presupuestos éticos que los rigen en nuestros devenires particulares. Que nos hacen ser mejores, vaya.

A veces pienso que quizá esta entrega transpire un tono más triste y desencantando que las previas –y en esencia muy semejantes, ‘Los hombres intermitentes’ y ‘Orquesta de desaparecidos’– (o acaso así me lo ha parecido); pero lsigue asomando ese tradicional tono en susurros que siempre he considerado que destila su poesía, y que el rosario temático que ilustra el poemario continúan siendo esas vivencias particulares antes aludidas: retazos de la infancia (conmovedor el poema ‘Triple libro’ donde evoca resignada y valientemente una grave lesión futbolística que le dejó secuelas) que nos retrotraen, entre otras muchas cosas, a la eterna consideración atribuida a Rilke, y donde no es caprichoso tampoco tener en mente otro concepto fundamental: el de patria, que siempre ha encontrado en Irazoki un abanico semántico mucho más amplio que el que los nacionalistas recalcitrantes nos han servido reducido casi hasta las heces; por eso lo vilipendia –en tono suave sí, pero firme (’Oficina de disfraces’, ‘Brindis a la oscuridad’)– contraponiendo una imagen más abierta, que siempre existió, pero que era silenciada: ‘Barrio Jaén’ o ‘La belleza expulsada’. Esa insobornable ética, ese alineamiento siempre al lado de los débiles, palpita también en aquellos poemas que transcurren en el ParÍs actual donde vive el autor, como en ‘Una ciudad duplicada’, ‘Rendijas y niebla’, ‘Desapariciones’ o ‘Retrato de familia’, entre otros.

El amplio mundo de la infancia es un motor, como digo, que concita a una gran cantidad de nombres evocados ahora en los poemas: parientes y amigos recordados con cariño inmenso y gratitud emocionada (’Humo paralelo’ -–y su entrañable principio: «Nací en una familia de campesinos y pastores feos que enamoraron a mujeres de gran belleza»–, ‘Soledad trashumante’, ‘Fundador de silencios’, el cartero de ‘Buenas noticias’ y tantos otros). Pero el crecimiento posterior (todos los libros de Zoki son eminentemente biográficos, serenamente impúdicos, ‘Horas del cuerpo’ como ejemplo aquí) nos conduce también

al recuerdo de nombres del patrimonio común, fundamentalmente escritores; así nos encontramos con Blas de Otero (tan olvidado hoy) de quien entre otras cosas señala cuando lo lee «escucho cerca la respiración de César Vallejo», Julio Ramón Ribeyro o grandes nombres de antaño como Lautréamont, Verlaine o Emily Dickinson (a quien tanto se une). De la misma manera se deslizan asuntos que al poeta le han interesado habitualmente y de los que exhibe un amplio conocimiento, lo más lejano posible siempre de la pedantería, como puede ser la música, que asoma en poemas como ‘Las aduanas’ (un recuerdo de adolescencia que evoca sus primeros contactos con ella en Irún) o el ecuménico ‘Farmacia musical’.

Algo del surrealista que Zoki fue en sus orígenes poéticos (vinculado al grupo CLOC) persevera a través deslumbrantes imágenes que, como chispas amables, saltan en su discurso tranquilo («El otoño incendia plantas y deja el suelo ensangrentado», dice en el colofón de ‘El heraldo rojo’, o «Lentamente me apago en la silla de ruedas que empujo», que cierra el poema que titula este libro, por señalar unas pocas de las muchas). Una miscelánea afectuosa en la que es un placer quedarse, como con su obra siempre ha ocurrido; fuertemente anudada por conceptos que florecen a lo largo de los poemas y la dotan de unidad: la compasión, un cierto escepticismo y, por encima de todo, el perdón. El cierre lo constituyen dos poemas sobre los que gravita la conciencia de lo inexorable –ya había habido un destello antes en el más emocionante de los reunidos, ‘Fábrica de desiertos’, y la reaparición de ‘Cuadernos de juventud’ no es más que ir poniendo el equipaje listo y medir la coherencia de lo vivido–: ‘Grieta ambulante’ y ‘Pasajeros’, donde dice: «Nos encaminamos hacia la nada. La gratitud es nuestro escudo contra el dolor». Que así, sea Zoki; ¿en qué demonios estaría yo pensando?

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