El desengaño de una generación
Una lectura de 'Los días hábiles', de Carlos Catena Cózar (Hiperión, 2019)

Las primeras veces que
leí 'Los días hábiles', de Carlos Catena Cózar (1995), estaba en un
momento laboral poco satisfactorio y leerlo me soltaba en ese escenario
que ya es incluso el cliché de mi generación: el de quienes crecimos a
la misma vez que crecía la economía, pasamos la adolescencia viendo que
al acabar de estudiar se encontraba trabajo estable e independencia y el
de quienes vimos cómo llegó nuestro turno y bajó el telón. Al volver al
libro hace poco, la lectura me ha dejado en otro escenario que también
he vivido como propio. Leído en un momento laboral distinto, también me
parece la carta de amor (o de cariño) que alguien con trabajo y lugar de
residencia inestables quiere escribirle a veces al origen.
A
pesar de la cercanía que se siente al leer el poemario, podría decirse
que la incomunicación es un tema base. La escritura parece la única
forma de romper el silencio. En la mayoría de imágenes, la voz poética
sólo mira o escucha. Y cuando habla, lo que no se dice sigue teniendo
más peso que lo dicho. Las preguntas que (se) hace no se responden.
El libro se abre con un dicho popular que parece definir
la situación de muchos jóvenes en la actualidad: no se pasa hambre pero
no se trabaja. La memoria y el origen personal se presentan
contrapuestos a un futuro impersonal: (“tras de sí [de la abuela] las
tierras que sembró para nosotros / frente a mí la ciudad que no
construyó nadie”). Las referencias a la familia son numerosas. La madre y
aún más la abuela reciben especial atención, cariño y respeto. Y sin
condescendencia. Aparecen como mujeres de origen humilde que luchan,
trabajan y cuidan pero sin caer en el tópico de personajes secundarios
que sacrifican todo por los demás y nunca se quejan. Son los únicos
miembros de la familia que aparecen con nombre propio. Hablan por sí
mismas y la voz poética necesita que ellas le hablen.

Vemos
imágenes comunes que son tema de conversación en nuestro día a día,
como la sobrecualificación, la precariedad, el vivir en el extranjero y
la insistencia en la vocación. También aparecen otras que, si bien se
han explotado con frecuencia en la producción artística, están envueltas
en una especie de silencio. En uno de los poemas, por ejemplo, la voz
imagina el suicidio de su hermano y se pregunta por el poema que
escribiría (“en qué idioma será la llamada y quién la hará / sonará
también de madrugada o modificarán / los husos horarios el cliché el
poema”). Pero el tema es invisible fuera de la literatura (“¿le contó
alguna vez su hermano / el fracaso del que usted tanto habla?”) y
también es inapropiado sacarlo a la luz en ella (“y sobre todo / ¿se
siente usted culpable por haber escrito / el suicidio de su hermano?”).
Desde
el primer poema se mezclan la fe y superstición con la tecnología y
ciencia; la tradición y lo nuevo (“tendré que (…) / llevar puesta la
cadena de oro que arranquen de su cuello / o usar el iPhone que dejó
cargando antes de salto” o “bienaventurado el reguetón porque nos hace
tocarnos”). Las 8 horas laborables son ocho puñales, los días hábiles
martirios. No se trata de una mezcla artificial que queda bien en un
libro. Aquí la importancia de los símbolos no se debe tanto a su
significado sino a su mera existencia y su convivencia real con lo
nuevo.
Independientemente de cuándo y quién lea, creo
que este es un retrato honesto y bastante directo del desengaño de una
generación. Concretamente del de jóvenes de origen humilde que, a pesar
del esfuerzo de sus familias por darles un futuro mejor que el suyo,
dejan el país ante la falta de oportunidades o no tienen claro qué
quieren o esperan. De quien siente culpabilidad por sentirse
insatisfecho o por no poder cumplir con los deseos de la familia, por si
eso significa ser desagradecido o que su esfuerzo no ha valido la pena.
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